martes, 4 de noviembre de 2008

Corría el año 1965...

Corría el principio de la primavera del año 1965 allá en mi pueblo. Éramos de familia, mi padre, mi madre, mi hermano pequeño y yo, que contaba ya entonces 13 años. Mi padre tenía un pequeño bar alquilado con derecho a vivienda, hasta que todo le fue mal.

El bar tuvo que ser cerrado y lógicamente también la casa. En el pueblo no había trabajo y menos para un hombre de 47 años. Lo más importante, que era un sitio donde poder vivir se solucionó rápidamente, ya que tenía un matrimonio amigos íntimos que nos acogieron en su casa.

Esa casa era enorme, como la mayoría de casas de los pueblos de Andalucía, y nos cedió la primera planta que tenía inhabitada. Nunca se me olvidará el cambio de los pocos muebles que teníamos y lo traumático de ese momento sobre todo para mis padres. Nosotros éramos unos chavalillos. Esa familia fue nuestra salvación pues nos honró con su amistad en todos los ámbitos que este concepto pueda tener, duradero hasta nuestros días, aunque algunos ya han desaparecido.

A la vista de la situación laboral en el pueblo, mi padre, optó por irse a buscar trabajo a Benidorm –en aquellas fechas era la ciudad turística por excelencia, a la que acudía la gente a tratar de ganar un sustento-. No se me olvidará el día que se marchó. Era la primera vez que mis padres se separaban. La maleta, y dentro de ella chaqueta y camisa blancas, pantalones y corbata negros, era la indumentaria imprescindible para ejercer de camarero en aquellas fechas, pues él solo conocía esa profesión y la de obrero del campo, que le venía de familia.

Durante el tiempo que estuvo por aquellas tierras no logró trabajo alguno. Quizás porque las fechas ya eran adelantadas en la temporada turística, o bien porque tenía 47 años y los preferían jóvenes. Yo que sé.

Mientras, en el pueblo transcurrían los días. Recuerdo a mi madre esperando la hora en que el cartero acostumbraba pasar por casa para dejar correo. Estaba nerviosa y no hacía más que salir a la calle y, desde la puerta, mirar a lo largo a ver si lo veía venir. Pobre mujer. Cuántas noches en vela pensando en la situación en que nos encontrábamos y sin ver salida alguna. Un futuro incierto a mitad de vida y con dos niños aún pequeños.

Recuerdo con extraordinaria exactitud una mañana de domingo que recibimos la visita del propietario de un bar que había al lado de la alameda del pueblo, y le pidió a mi madre la posibilidad de que yo fuese a trabajar los domingos a su bar, pues le hacía falta un mozalbete. Ese propietario era amigo de mi padre y quería ayudar de alguna manera. Esto resultó ser otra situación nueva para ella, pues nadie de la familia había trabajado jamás para otros. Evidentemente la situación económica de la familia, de la que no he hablado, no era precisamente de las que permiten tener un respaldo para poder afrontar cualquier contrariedad que pueda presentarse en una familia, y mucho menos de aquella envergadura.

El caso es que, ella, muy a su pesar, lloraba cuando me decía que se haría lo que yo quisiese. Yo no me lo pensé dos veces y accedí. Hasta que llegó el domingo debo confesar que estaba muy nervioso. Había que tener en cuenta que iba a trabajar en un establecimiento que no era el de casa, que había unos dueños, que me encontraría con otros compañeros desconocidos, que la clientela –de fijo- me conocería. En fin, que incluso llegué a pensar que no daría la talla.

Todo eso se disipó en la primera toma de contacto, puesto que me dieron un montón de mesas en una enorme terraza, y entre propinas y el pequeño sueldo llegué reventado a casa, pero con las manos “llenas” de dinero. ¡Dios mío! a mi corta edad y ya estaba entregando mi primer sueldo en casa y lo entregué con un sentimiento de orgullo extraordinario. Recuerdo que era verano y que llegué tarde, casi de madrugada, y me encontré a mi madre esperándome a esa hora sentada en una silla a la puerta de la casa. Al verme muy cansado me dijo que no fuera más, pero yo le animé y le dije que me gustaba y que no era ningún esfuerzo. Así continué alrededor de un mes más.

Las cartas que íbamos recibiendo de mi padre no eran muy halagüeñas. No lograba encontrar trabajo y el que encontraba era por horas y tampoco todos los días. Dado que el dinero se le acababa optó por volver al pueblo a intentar de nuevo otra cosa, aunque sea de camarero en otro bar, o irse al campo, en fin seguir buscando pero ya desde el pueblo.

No recuerdo bien el tiempo que estuvo mi padre en la costa levantina buscando trabajo, pero cerca de dos meses o así. Puedo asegurar que a pesar de las circunstancias, la alegría que teníamos en casa al saber que venía era mayúscula. Recuerdo que mi hermano le repetía a mi madre -¿Qué nos va a traer?-. Pobrecillo no era aún consciente de la situación. Él seguía aún en el colegio.

Ni que decir tiene que la llegada de mi padre supuso una enorme alegría, no en vano, era la primera vez que mi padre se había separado de su familia. Pero esta alegría fue efímera ya que nos encontrábamos en el mismo punto de partida, y por lo tanto había que seguir buscando sin importar destino.

A todo esto, Milagros y Antonio, la familia que gentilmente nos acogió en su casa, trataba por todos les medios que en casa no faltase de nada a ninguno de nosotros, dándonos siempre apoyo moral, económico, y material. Todo ello aplicado con cariño, entereza, altruismo y una exquisita generosidad. Valores y sentimientos que han continuado hasta nuestros días.

Mi primo Antonio hacía ya tiempo que se fue a trabajar a Ibiza, donde gozaba ya por aquellos entonces de un buen trabajo estable. Enterado éste de nuestra situación nos llamó un día para decirnos que había podido encontrar trabajo para mí en un hotel de playa como friegaplatos de cocina. En honor a la verdad, hay que decir que también nos echó una mano mi prima Paqui, que trabajaba en el mismo hotel.

Bueno, por fin ya podía trabajar alguien y empezar a aportar algo a la casa.

Al no poder viajar sólo debido a mi corta edad, me acompañó mi padre en el viaje. Viaje que fue muy largo, y para el cual mi madre nos preparó algo de comida en fiambreras y dentro de una cesta de mimbre. El vagón del tren tenía asientos muy incómodos con listones de madera que se clavaban en la espalda y que mi padre habilitó de la mejor forma que le fue posible para que yo me encontrase a gusto. El tren, además de lento, efectuaba muchísimas paradas en los pueblos. Yo quedé dormido, y en una de estas paradas -recuerdo que estaba amaneciendo- desperté y fui a buscarlo. En ese momento viví una experiencia que aún tengo grabada en mi corazón. Mi padre estaba al final del corredor apoyado en la ventanilla entreabierta. Me acerqué a él y observé como tenía la vista perdida en el horizonte. Sostenía un cigarrillo. Estaba solo y llorando. Nunca había visto llorar a mi padre.

En aquel tiempo no pude comprender bien el significado de aquellas lágrimas en soledad. Ahora sé que mi padre estaba viviendo y sufriendo en propia carne la terrible experiencia de la inmigración. Todo aquello era nuevo y por consiguiente incierto. Ahora que soy cabeza de familia comprendo mucho mejor aquella situación amarga.

Al llegar a Ibiza, mi primo le dijo que se quedase unos días, y que una vez aquí se buscaría trabajo para él. Hubo mucha dificultad, pues hay que tener en cuenta que la temporada alta ya había empezado y estaba más o menos por la mitad. Creo que recordar que era finales de Julio, y por lo tanto todos los establecimientos hoteleros tenían ya su plantilla completa.

Mi padre pudo, al fin, encontrar trabajo de camarero en el aeropuerto. Por lo que nos encontramos trabajando los dos cada uno en una punta de la isla. Por aquellas fechas no todo el mundo tenía vehículo, así que tan solo fue posible ver a mi padre unas cuatro veces en tres meses. Recuerdo que ello me costó no pocas lágrimas, pues tan solo en unos días, me encontré totalmente sólo y mi familia lejos y repartida.

No sin esfuerzo y pasado más de un año pudimos ya aventurarnos a traer al resto de mi familia, mi madre y mi hermano. Esto no era lo pensado en un principio, pues teníamos en mente trabajar la temporada alta y volver al pueblo, como hacían los demás inmigrantes. Pero otra vez mi primo Antonio, con buen raciocinio, nos alentó a que nos quedásemos también en invierno. Así que pusimos proa al invierno y nos fue bien.

Así fue como empezó la singladura de la nueva vida de toda mi familia en Ibiza, lejos de nuestra tierra, de nuestros amigos, de nuestras costumbres. Era evidente que no había que mirar hacia atrás, ya que todos éramos jóvenes y con fuerzas más que suficientes para empujar este carro de la inmigración, que tan frío y desangelado se muestra cuando presenta su cara de frente.

En este punto empezó, como dije antes, una nueva etapa de nuestra vida. Siempre he tenido esa sensación oculta. La sensación de haber partido mi vida en dos etapas. Una de inocencia y niñez, y la otra de juventud temprana, siempre con la sensación de que la viví muy de prisa. Eran ya tiempos de trabajo y de sacrificio para poder conseguir un mejor nivel de vida y aliviar la penosa oscuridad que representó fechas atrás la situación familiar vivida.

viernes, 21 de marzo de 2008

Incongruencias en Semana Santa


En la semana Santa de Sevilla florecen por las calles, en lugares estratégicos, en sitios redundantes de paso de pasos, efímeros chiringuitos que de domingo a domingo despachan churros, gambas, pinchitos, bocadillos y cuanto ha de menester en lo trasegante y en lo manducante. El público, el gentío, y la bulla que ocupan la ciudad, saben que no ha de faltarles el suministro en cualquier plaza, calle o recoveco. Los bares del centro multiplican el acopio de provisiones. Y Sevilla, toda, se entrega, entre cofradía y cofradía, o durante cofradías de penitencia, al ascetismo del latigazo y del ¡marche otra de caña de lomo! Ayuno y Abstinencia, a mayor gloria de Dios Crucificado.

A cualquier visitante que entienda la Semana Santa como una conmemoración de la Pasión de Cristo, le tiene que chocar sobremanera el ambiente festivo que todo lo inunda, el júbilo incontenido de un pueblo entregado al vaivén, a la cerveza muy fresquita, al aliño de papas, y al globo para el nene y la nena. Todo eso es muy difícil de comprender. Hasta que se comprende que la gente sevillana sabe, sin saberlo, que cuando el Domingo de Ramos, Jesús, en lo alto del paso de la Cena, anuncia que uno de los doce ha de traicionarle, he aquí la obertura de la Pasión, está anunciando su resurrección gloriosa. “Que es de lo que se trata de demostrar”, en místico teorema. Por eso la gente de Sevilla, la Semana Santa toda, es resurrección, jubilosa resurrección, desde el primer momento. Y así, lo incongruente adquiere congruencia.

Para el sevillano, Domingo de Ramos, Lunes, Martes, Miércoles, Jueves, Madrugá, Viernes y Sábado Santos, son puro trámite. Trámite hermosísimo, conmovedor, absorbente, milagro de la estética, ley de proporciones, norma de desproporciones, caudal de repelucos. Un trámite sobrecogedor que conduce al Domingo de Resurrección. Por eso la única cofradía que desfila la mañana de ese día, la de Jesús Resucitado, no va a verla casi nadie. ¿Cabe mayor incongruencia?.

Plaza de la Alfalfa. Miércoles Santo. Hace calor. Miles de sevillanos se agolpan en los treinta y dos bares de la populosa zona, que más de uno tiene contados. Beben y beben y vuelven a beber. ¡Marchen dos cocacolas y dos tintos de verano! ¡Niño, llena! Desfilan cansados nazarenos, de negro y blanco vestidos. Una gorda sudorosa, se dispone a refrescar la garganta con un tanque de espumosa cerveza. Y ese marido que le dice: Maruja, deja ya el buche para luego. Mira quién está pasando…

Por junto a la puerta del bar, cruza, camino de su casa, el hermoso crucificado de los pies cruzados. El Cristo de la Sed.

sábado, 1 de marzo de 2008

Incompetencia.

Hay que ver la cantidad de gente incompetente que hay por este mundo (generalizando naturalmente). Me refiero más que nada a las actitudes que muchas personas tienen en su labor diario de cara al público. Es increíble comprobar que, por lo general, no toman en consideración a la persona que tienen delante que, en definitiva, es un cliente o un posible nuevo cliente.


Siempre que alguien acude al mostrador de un establecimiento no hay que olvidar que, ante todo, pide ser servido. Sí, sí, y no me refiero solo a un establecimiento de hostelería sino a todos los mostradores que están precisamente para atender.


No voy ahora a dar una conferencia sobre las buenas maneras, para eso están los entendidos. Mi situación es exactamente igual a la de ustedes, es decir desde el mostrador hacia fuera.


Por lo general nos atienden personas que no están pendientes del cliente, sino más bien de los pormenores internos de su trabajo. En ello va consigo también las situaciones personales, o mejor dicho, los sucesos personales de cada uno de los componentes, que se cuentan unos a otros. Claro, si cuando se están contando sus cosas aparece un individuo en el mostrador, éste pasa de ser un cliente a ser un incordio (me reservo lo que de verdad piensan).


La actitud generalizada en este momento suele ser:

· No le hacen caso y continúan con su charla hasta que el argumento toca a su final.

· Cuando lo ven de entrar, se van al baño o se hacen los ocupados. Esto encierra a su vez dos posibilidades. Una que se quita de en medio para que lo atienda otro. Y la otra hacer el paripé para que se note que está ocupado.

· El cliente da, por lo general, los buenos días. Normalmente no tiene respuesta. Tampoco en el adiós.

· Por fin lo atiende, sin una pizca de amabilidad y hablándole sin apartar los ojos de la pantalla del ordenador. Si no hay ordenador de por medio, entonces no le miran a los ojos.

Hasta aquí puedo llegar en cuanto a la actitud generalizada. Lo que viene a partir de este punto es ya aptitud que dejaremos para otro día, pues también tiene su historia.

Evidentemente toda esta situación envuelve de por sí malas maneras, malos rollos (como se dice ahora) y que acaban con la paciencia de cualquiera. Más si cabe, si al final uno sale del establecimiento sin ninguna solución a su problema o a la necesidad de ese servicio.


Vengo a decir con todo ello, que si vemos esta situación desde el punto de vista del buen hacer y a la que hay que aplicarle un poco de sentido común, podemos estudiar de nuevo la situación anterior y analizaremos después su resultado.


Retomemos desde cuando el operario está contando sus cosas al compañero. Entra el cliente:


· Muestra una actitud de bienvenida. Contesta a los buenos días.

· Con ello el cliente sabe que el operario está dispuesto a atenderle él y nadie más.

· Atiende primero su petición mirándole a los ojos, y después accede al ordenador.

· Se preocupa por su problema. Hace todo lo posible por solucionarlo y si no lo consigue, le indica otras posibilidades.

· Contesta al adiós, despidiéndose correctamente.


¿Han notado la diferencia?


El cliente sale bien atendido, contento. Y el operario tendrá la satisfacción de haber cumplido con su cometido a la perfección.


Fíjense bien que en ningún momento he utilizado la palabra simpatía, sino amabilidad y corrección. Porque se da la circunstancia, curiosísima en estos momentos que vivimos, que cuando alguien trata a otro con amabilidad, suele producirse una especie de extrañeza con algo de escepticismo, para acabar siendo una agradable sensación.

sábado, 26 de enero de 2008

Carta a mi padre al cumplir los 90 años.

Dice la Real Academia Española que el orgullo es un sentimiento legítimo de la propia estimación, nacido de causas nobles. Perfecta definición de una palabra que produce regocijo y que denota una satisfacción interior, que nos hace sentir placenteros en nuestra intimidad.

El hecho de pertenecer ya a la ancianidad te permite orgullecerte de haber fundado una familia, de haber guiado a los tuyos por el mejor camino, de tener y haber tenido buenos amigos, de hacer y haber hecho cosas y tantas razones más que colman tu vida de conocimientos y vivencias irrepetibles.

Pero, también este sentimiento legítimo, es decir, el orgullo, se puede sentir por los demás. ¿Quién no se ha sentido orgulloso alguna vez de tener un buen amigo y de los logros de éste?. Y es que, cuando se llega a la tercera edad se tiene algo que los jóvenes carecen; esto es poder mirar desde lo alto. Parar en esta carrera desenfrenada que tiene la vida hoy, y así valorar con orgullo nuestros años vividos y los de nuestros amigos.

Por todo ello, y pese a los achaques de salud propios de esta parte de tu vida, debes sentirte orgulloso de haber llegado a ser anciano, de tu familia, de tus amigos. En definitiva también yo siento ese orgullo de que tú formes parte de esa causa noble de pertenecer a la tercera edad.