viernes, 21 de marzo de 2008

Incongruencias en Semana Santa


En la semana Santa de Sevilla florecen por las calles, en lugares estratégicos, en sitios redundantes de paso de pasos, efímeros chiringuitos que de domingo a domingo despachan churros, gambas, pinchitos, bocadillos y cuanto ha de menester en lo trasegante y en lo manducante. El público, el gentío, y la bulla que ocupan la ciudad, saben que no ha de faltarles el suministro en cualquier plaza, calle o recoveco. Los bares del centro multiplican el acopio de provisiones. Y Sevilla, toda, se entrega, entre cofradía y cofradía, o durante cofradías de penitencia, al ascetismo del latigazo y del ¡marche otra de caña de lomo! Ayuno y Abstinencia, a mayor gloria de Dios Crucificado.

A cualquier visitante que entienda la Semana Santa como una conmemoración de la Pasión de Cristo, le tiene que chocar sobremanera el ambiente festivo que todo lo inunda, el júbilo incontenido de un pueblo entregado al vaivén, a la cerveza muy fresquita, al aliño de papas, y al globo para el nene y la nena. Todo eso es muy difícil de comprender. Hasta que se comprende que la gente sevillana sabe, sin saberlo, que cuando el Domingo de Ramos, Jesús, en lo alto del paso de la Cena, anuncia que uno de los doce ha de traicionarle, he aquí la obertura de la Pasión, está anunciando su resurrección gloriosa. “Que es de lo que se trata de demostrar”, en místico teorema. Por eso la gente de Sevilla, la Semana Santa toda, es resurrección, jubilosa resurrección, desde el primer momento. Y así, lo incongruente adquiere congruencia.

Para el sevillano, Domingo de Ramos, Lunes, Martes, Miércoles, Jueves, Madrugá, Viernes y Sábado Santos, son puro trámite. Trámite hermosísimo, conmovedor, absorbente, milagro de la estética, ley de proporciones, norma de desproporciones, caudal de repelucos. Un trámite sobrecogedor que conduce al Domingo de Resurrección. Por eso la única cofradía que desfila la mañana de ese día, la de Jesús Resucitado, no va a verla casi nadie. ¿Cabe mayor incongruencia?.

Plaza de la Alfalfa. Miércoles Santo. Hace calor. Miles de sevillanos se agolpan en los treinta y dos bares de la populosa zona, que más de uno tiene contados. Beben y beben y vuelven a beber. ¡Marchen dos cocacolas y dos tintos de verano! ¡Niño, llena! Desfilan cansados nazarenos, de negro y blanco vestidos. Una gorda sudorosa, se dispone a refrescar la garganta con un tanque de espumosa cerveza. Y ese marido que le dice: Maruja, deja ya el buche para luego. Mira quién está pasando…

Por junto a la puerta del bar, cruza, camino de su casa, el hermoso crucificado de los pies cruzados. El Cristo de la Sed.

sábado, 1 de marzo de 2008

Incompetencia.

Hay que ver la cantidad de gente incompetente que hay por este mundo (generalizando naturalmente). Me refiero más que nada a las actitudes que muchas personas tienen en su labor diario de cara al público. Es increíble comprobar que, por lo general, no toman en consideración a la persona que tienen delante que, en definitiva, es un cliente o un posible nuevo cliente.


Siempre que alguien acude al mostrador de un establecimiento no hay que olvidar que, ante todo, pide ser servido. Sí, sí, y no me refiero solo a un establecimiento de hostelería sino a todos los mostradores que están precisamente para atender.


No voy ahora a dar una conferencia sobre las buenas maneras, para eso están los entendidos. Mi situación es exactamente igual a la de ustedes, es decir desde el mostrador hacia fuera.


Por lo general nos atienden personas que no están pendientes del cliente, sino más bien de los pormenores internos de su trabajo. En ello va consigo también las situaciones personales, o mejor dicho, los sucesos personales de cada uno de los componentes, que se cuentan unos a otros. Claro, si cuando se están contando sus cosas aparece un individuo en el mostrador, éste pasa de ser un cliente a ser un incordio (me reservo lo que de verdad piensan).


La actitud generalizada en este momento suele ser:

· No le hacen caso y continúan con su charla hasta que el argumento toca a su final.

· Cuando lo ven de entrar, se van al baño o se hacen los ocupados. Esto encierra a su vez dos posibilidades. Una que se quita de en medio para que lo atienda otro. Y la otra hacer el paripé para que se note que está ocupado.

· El cliente da, por lo general, los buenos días. Normalmente no tiene respuesta. Tampoco en el adiós.

· Por fin lo atiende, sin una pizca de amabilidad y hablándole sin apartar los ojos de la pantalla del ordenador. Si no hay ordenador de por medio, entonces no le miran a los ojos.

Hasta aquí puedo llegar en cuanto a la actitud generalizada. Lo que viene a partir de este punto es ya aptitud que dejaremos para otro día, pues también tiene su historia.

Evidentemente toda esta situación envuelve de por sí malas maneras, malos rollos (como se dice ahora) y que acaban con la paciencia de cualquiera. Más si cabe, si al final uno sale del establecimiento sin ninguna solución a su problema o a la necesidad de ese servicio.


Vengo a decir con todo ello, que si vemos esta situación desde el punto de vista del buen hacer y a la que hay que aplicarle un poco de sentido común, podemos estudiar de nuevo la situación anterior y analizaremos después su resultado.


Retomemos desde cuando el operario está contando sus cosas al compañero. Entra el cliente:


· Muestra una actitud de bienvenida. Contesta a los buenos días.

· Con ello el cliente sabe que el operario está dispuesto a atenderle él y nadie más.

· Atiende primero su petición mirándole a los ojos, y después accede al ordenador.

· Se preocupa por su problema. Hace todo lo posible por solucionarlo y si no lo consigue, le indica otras posibilidades.

· Contesta al adiós, despidiéndose correctamente.


¿Han notado la diferencia?


El cliente sale bien atendido, contento. Y el operario tendrá la satisfacción de haber cumplido con su cometido a la perfección.


Fíjense bien que en ningún momento he utilizado la palabra simpatía, sino amabilidad y corrección. Porque se da la circunstancia, curiosísima en estos momentos que vivimos, que cuando alguien trata a otro con amabilidad, suele producirse una especie de extrañeza con algo de escepticismo, para acabar siendo una agradable sensación.