Dicen los viejos corazones en sus años de acopio de
experiencias,
que agosto es el mes que guarda el secreto de los doce meses
completos.
Otros aducen también diciendo que agosto quien no goza de él
está loco.
Yo he tenido la dicha de haberlo disfrutado con deleite, y
con el mismo sentimiento sigo disfrutando lo que ese mes de este año me
concedió.
Vino mi segundo nieto, Asier. Hermano de Gael. Fiel reflejo
del misterio de la vida.
De esa vida que nos da felicidad y que, al mismo tiempo, por
generosa, nos lleva hacia adelante formando un grupo de personas afines, cuyo nombre
feliz, bien argumentado, excepcionalmente concebido, se llama familia.
Y llegó Asier.
Sí, llegó Asier. Y llegó con una carita preciosa y con manos
de Ángel.
Y llegó para tomar su merecido puesto en su familia, en su
casa, al lado de sus padres y de su hermano Gael.
Fue entonces cuando el mes de agosto dio de sí todo lo que
llevaba dentro.
El sol corría de un lado a otro siempre consumiendo su mismo
camino,
pero esta vez con más alegría, con soltura, con
complacencia, pues veía que
su compañera, la luna, le sonreía desde la claridad del día
para después
mostrarse de noche como una luna azul. La luna azul de agosto.
Ella también celebró que Asier, el pequeño ruiseñor, estaba ya entre nosotros.
Él les llenó de felicidad de la misma forma que lo hizo con
su familia.
Y lo hizo de una forma sencilla, como pidiendo paso entre su
gente para estar con ellos.
Y… sí. Llegó Asier.
Alma divina y un tesoro que, nosotros, los suyos,
guardaremos arropándolo con un amor inconmensurable.