lunes, 25 de febrero de 2013

SOBRE LOS LIBROS


Hace poco que he empezado a leer libros en un lector digital, al que le llaman e-book , por aquello de la facilidad del transporte, por sus múltiples herramientas (corrector, tipo y tamaño de la letra, anotaciones, diccionario…).

Sin embargo carecen de calor. Sí, me expresaré.  A mí, y cuando leo libros antiguos, por ejemplo, me produce una extraña sensación. Imagino que habrán tenido muchos otros dueños antes que yo. ¿De quién habrá sido este libro?, me pregunto.

Estoy convencido de que los libros viejos tienen algo especial, como si tuvieran alma. Como si guardaran el secreto de todos aquellos que los habían poseído con anterioridad. Porque cuando se lee un libro, en su lectura ponemos parte de nosotros mismos, de nuestra esencia, de nuestra alma, y el libro se impregna de ella.

Las palabras se mezclan con los pensamientos del que lo está leyendo y lo transforman. Por eso, un libro nunca es igual a otro, aunque sea el mismo ejemplar y la misma edición. Cuando salen de la imprenta sí son todos iguales, pero en el momento en el que alguien los lee adquieren una vida propia. Los libros se crean para leerse, no para estar en una biblioteca apilados. A mí me gusta dejar libros, aún a costa de saber que seguramente no me los devolverán. Al menos tengo la costumbre de firmarlos en el mismo momento en que los compro, así siento que siempre serán de mi propiedad.

También me gusta que mis amigos me prestaran otros, ya que es como si me entregasen una pequeña parte de sí mismos. Y es entonces cuando siento que ese libro vuelve a recuperar otra vida, vuelve a vivir, fluye por la vida de los demás.


M.M.

domingo, 3 de febrero de 2013

Un poco de historia


Al regreso de la batalla de los Treinta Años, don Iñigo López de Mendoza, Señor de Hita y Buitrago, Marqués de Santillana, llegaba un tanto envejecido. Hasta el punto de que su esposa y sus hijos siameses no lo reconocieron. Entonces el Marqués se retiró a un lejano Parador de Turismo, y se dedicó a escribir églogas, como podía haberse dedicado a cualquier otra chorrada. Una égloga estaba escribiendo, al estilo de Garcilaso, cuando fue precisamente Garcilaso de la Vega el que se sentó a su vera, en el soleado patio del parador, donde el agua de la fuente murmuraba, la luz sonreía, los pájaros revoloteaban, y las gallinas ponían un huevo detrás de otro huevo.

Garcilaso no dijo nada, pero bien que ocupóse de que la su rodilla izquierda rozara la derecha de Iñigo. Éste sonrojóse levemente y apartóse una cuarta sobre el banco de piedra. El de la Vega se le aproximó de inmediato y acarició con la su mano derecha la mejilla rosicler del Marqués. El cual dijo, bastante molesto: “Me da la impresión, Garcilaso, de que sois algo parguela. Vuestro comportamiento se me antoja equívoco”. “De equívoco nada, monada”, replicó Garcilaso. “Yo no equivoco a nadie”.

En esto, hizo acto de presencia el padre prior del Parador. El Parador era un antiguo monasterio que conservaba su patio, su claustro, su capilla abovedada, a la sazón comedor, y también conservaba a su padre prior. Y a sus gallinas. El venerable fraile, que se había percatado del acoso del poeta, reconvino a éste con palabras de amonestación. Pero esas palabras, que fueron fundamentales para el devenir de la Historia, las consideraremos más adelante.