¿Por qué lloro cuando veo esta imagen?
¿Por qué se me encoje el corazón cuando la observo? ¿Por qué esa acongoja que
casi no me deja respirar cuando la observo detenidamente, con ese color ocre,
ya natural?
No, no tengo respuesta a todo eso. Ni
siquiera sé si soy uno de esos niños que están
alrededor de esa noria, a la que llamábamos cunitas. Atracción de feria
que esperábamos con ansias tras un año largo de espera. No sé si es el dolor de
saber que nada de eso existe, el saber que nunca más volverá, o que se me va el
mundo poco a poco.
No lo sé.
Tan solo sé que es superior a mí. Todo lo
que representa esa foto se incrusta en mi pecho como un puñal y ya con poca
alegría. Son ya, después de más de cincuenta años, demasiadas cosas vividas
desde aquel momento en el que esperaba mi turno para subir a una de esas
cunitas. Y no, no veo alegría, porque la nostalgia me embarga.
La nostalgia y la pena de que ya no
volverá. Sólo hay fantasmas.