lunes, 19 de diciembre de 2016

CAMPANILLEROS EN SA PENYA


Aunque la inmigración que sufrí aconteció en el año 66 del pasado siglo, no fue hasta el año siguiente cuando me reuní con mi familia y nos instalamos en Sa Penya. Bendita llegada a ese entrañable barrio, cuyos vecinos nos acogieron sin distinción alguna.

En él reinaba la concordia como fondo natural. Las familias, plenas de humildad y sencillez, trabajaban y se afanaban en mantener limpio y reluciente no sólo sus casas, sino, también, la calle. Eso sí era hacer barrio en el día a día y a lo largo del año.

Eran frecuentes las visitas entre vecinos para cualquier menester; no era necesario protocolo alguno para llevarlas a cabo. Se consideraba natural el que alguien, al tener que bajar al mercado o a la pescadería, se pasaba antes por casa de alguna persona mayor, una vecina o una amiga, para preguntarle si le traía algo, y no tuviera que bajar a comprar y después subir cargada.

Las familias eran de procedencia variada; en el barrio había pescadores, pintores, albañiles, camareros, etc. Y jamás conocí alteración alguna del orden en ningún momento en los ocho años que viví en el barrio.

Así era ese maravilloso barrio en esa época en que despuntaba una mayor afluencia de turismo e inmigrantes, y ya hasta nuestros días.

Son múltiples y variados los recuerdos que tengo de esa época de felicidad con mi familia. Todos ellos ribeteados o enmarcados dentro de una orla de normalidad, es decir, que todo ocurría porque sí, porque la vida –para nada contemplativa- era trabajar, descansar, vivir y estar con la familia. Los sueños de todos eran del todo similares: labrarse un futuro mejor, profesional y familiarmente, para poder disfrutar de una vivienda mejor, más cómoda, más grande.

Pero, al llegar estas fiestas navideñas, no dejo de recordar con nostalgia y cariño, las primeras que pasé en el barrio. Yo debía tener unos dieciséis años. Días previos a nochebuena nos juntamos varios vecinos, casi todos peninsulares, y decidimos hacer una pequeña agrupación espontánea de campanilleros.

Para ello nos procuramos los instrumentos musicales al uso: zambomba, pandereta, cántaro con suela de alpargata de goma, campanillas, botella de anís de cristal granulado, castañuelas y hasta un triángulo.

Juntos recorríamos todas las calles y rincones de Sa Penya. Como era la costumbre,  entrábamos en las casas, cuyas familias nos esperaban en la calle y con las puertas abiertas. Eran alertados por el ruido de campanilleros que sonaba por el barrio. Entrábamos en el domicilio y así, en el mejor cuerpo de la casa, por lo general en una mesa camilla, depositaban dulces, polvorones, alfajores, anís, hierbas… Todo lo típico de la navidad.

Allí mismo, alrededor de la mesa, les cantábamos uno y otro villancico, para después seguir la ruta, inundando todo de música, cantos y alegría:

“Cuando los pastores vieron
que el Niño quería fiesta,
hubo pastor que rompió
tres pares de castañuelas”

Impregnándolo todo de algo distinto a lo cotidiano.

Esa primera vez, como digo, fue genial. Y sin embargo, como buen observador, no se me pasó por alto el hecho de que en una casa de mi misma calle, vivían dos hermanas ibicencas vestidas de payesa, quienes también salieron a la calle a vernos tocar pero no tenían preparado nada en su casa, supongo que sería porque no era la costumbre, no lo puedo asegurar ahora. Nos acompañaron con palmas y sonrisas de muy buen agrado. Eran unas hermanas adorables con sus vecinos.

Y viene a razón hablarles de ellas por el hecho entrañable que acaeció al año siguiente. Cuando, como el año anterior, nos dispusimos adentrarnos y recorrer en nochebuena  ese dédalo de callejuelas tortuosas y a veces oscuras, llegamos hasta la casa de las hermanas. Casi nos cortaron el paso y nos invitaron a pasar a su casa, cuyas puertas estaban abiertas de par en par.

En la diminuta y sencilla salita nos tenían preparado, en una mesa adornada con un tapete de encaje hecho a mano, toda clase de dulces y algún que otro licor cuyas botellas estaban aún por estrenar. En medio de todo ese manjar preparado con exquisitez, una ollita con salsa de Nadal. Nos estaban ofreciendo lo mejor de su casa.

Todavía no se me ha borrado de la memoria la expresión de alegría y el sentimiento de regocijo que inundaban los ojos de aquellas mujeres. De lo bien que había tomado nota, ya hacía un año, de cómo agasajar y corresponder a un grupo de campanilleros del barrio, vecinos suyos. Gente a la que saludaban día a día, al paso por aquellas calles estrechas y entrañables.

¿Fue el espíritu de la navidad? No lo sé. En todo caso hablaron sus corazones.


martes, 29 de noviembre de 2016

EL ENTORNO EN LA VIDA

No sé si es a mi pesar o realmente debo sentirme satisfecho de la experiencia que estoy viviendo actualmente. La verdad es que no sé cómo explicarlo, pero sé que está ahí, que me está ocurriendo y, sin embargo, también sé que he de tomarlo como algo natural. Qué remedio.

A lo largo de mi vida, y voy a hablar tan solo de mi experiencia, he observado que todo, desde mi niñez, ha sufrido la metamorfosis de la evolución en todo su concepto. El desarrollo corporal, los conocimientos, el medio donde uno crece, su entorno…

Su entorno.

Sí, he dicho bien, su entorno. Y es que, irremediablemente, es ahora, a mi exquisita mayoría de edad, cuando me doy cuenta de que cualquier evolución natural siempre ha venido condicionada desde fuera. Del entorno, de los demás, de lo profano, de lo perfectamente moldeable, de lo condicionado por otros.

Hay cientos de ejemplos para justificar lo que estoy analizando sobre mi vida.
Antes, cuando alguien tenía fiebre, todo cuidado era taparlo bien para que se sintiese calentito y arropado; esto ahora ha resultado ser falso. Se ha de hacer todo lo contrario.

Se decía que había que comer pocos huevos  fritos a la semana, porque era perjudicial para el hígado. También ha resultado ser una falacia. Que el aceite se debía tomar con precaución, y sin embargo ahora no te dicen que lo pongas al café con leche de milagro. Bajo ningún concepto se podía tomar la comunión sin haber pasado previamente por la confesión y en ayunas. Ahora, sales del bar de tomarte unos pinchos, cruzas la calle, entras en la iglesia, comulgas y vuelves al bar a rematar la faena con un café.

Todo viene de fuera. Todo es el entorno, y por lo tanto tu evolución es condicionada por lo demás y por los demás.

Pero, como digo, todo esto se lleva a cabo a lo largo de una vida. Y en el camino nos encontramos con sabores exquisitos por los que merece la pena seguir adelante,  el más importante es sin duda la familia, esa extraordinaria congregación que te indica que estás vivo, de que la creas, la cuidas y ella misma se multiplica y engrandece para bien de todos.

Pero no quiero desviarme de mi reflexión. Decía, en origen, que todo viene imputado y por lo tanto, todo el mundo ha de responder a esa llamada del exterior. En mayor o menor medida, el lodo que baja por el río de la vida te arrastra y éste ya se encarga de dejarte arrastrar hasta que un día te deja, te aparta para que termines, o bien, para que te apañes como puedas.

Pero, he aquí, que una vez apartado de este arrastre de la vida, surgen nuevas emociones, nuevos problemas, otras inquietudes. De repente, te das cuenta de que todo lo que has vivido ha sido una historia, la historia de una vida que no tiene repetición. También y hasta ese momento, no te das cuenta de que toda ella has ido flotando como troncos de árboles en un río lleno de sinsabores y de alegrías; de momentos de felicidad y desasosiegos.

Es entonces cuando empiezan a aparecer los desgastes propios de la vida, de esa vida que has tenido que vivir forzosamente con un entorno no elegido y que te ha venido impuesto.

Y es ahora, cuando se pone la suerte en un tapete de juego descolorido, raído y la ruleta echa a rodar y rodar. Una vez apartado del río de lodo, se da uno cuenta que lo mismo que los railes del tren, la vida tiene un tope infranqueable. Así pues, hay un mecanismo interior que se pone en marcha como si fuese un resorte, para tratar de vivir un poco más deprisa, como si algo te avisara de que ahora o nunca debes ser tú y sólo tú el que cojas las riendas de tu vida y trates de hacer, vivir, modelar, modificar todo cuanto se te antoje. Y siempre estará el tapete ahí, extendido y un tocho con cartas de la suerte esperando a ser barajado y cortado.

Casi sin querer acabo de pronunciar la palabra “interior”. Eso me lleva a pensar que, instintivamente, y con esa palabra, ya dejo fuera la sinergia, el entorno, el río lodoso (la vida no es de color de rosa, por mucho que nos quieran hacer creer). Ahora ya, desde mi interior, soy yo. Y creo que estoy en lo cierto. Soy yo porque es ahora cuando no hago caso a los superfluos ataques de todo tipo que intentan desviarme de mi interior. Ahora me doy cuenta de tantas cosas… Me doy cuenta de que vivimos en una cultural y en una época tan inmensamente ricas en basura como en tesoros.

Sin remediarlo, piensas de soslayo, miras de reojo y de forma instintiva, el tope de los railes y el tocho de cartas de la suerte. Pero sólo lo haces de soslayo, como persona inteligente, pues debes seguir adelante con tu familia, tus recuerdos, tus vivencias, tus viajes, recordando amigos con los que compartiste grandes momentos de tu vida y con todo aquello que has ido atesorando a lo largo de ella.

Entonces, un día, alguien (un dios, la suerte, el destino o la madre que parió a todos juntos) decide por ti y corta la baraja. Una carta es lanzada sobre el tapete descolorido.


Es ahí cuando te aseguras de que el miedo, al igual que el amor, si no se solidifica en un acto o se verbaliza en una palabra, puedes llegar a convencerte de que no existe.

jueves, 3 de noviembre de 2016

LA IMAGINACIÓN

Mañana apacible. Después de haberme procurado un desayuno abundante, tomo mi pluma debidamente cargada de tinta y un cuaderno de hoja blanca, inmaculada, sin raya alguna, como siempre me ha gustado usar para escribir y tomar mis notas.

Me voy con estos bártulos al rincón preferido de casa. Ese rinconcito al que todos en sus casas le tiene especial cariño por su tranquilidad, por su intimidad, por su aislamiento o, quizás, por sentirse uno mismo y donde no hay cabida nada más que para la imaginación.

Y es ahí, en la imaginación, donde me veo, nos vemos, fuertes. Ese lugar –no lugar- en el que es posible realizar todo, absolutamente todo.

Entonces irremediablemente vienen a la memoria las mil y una cosas: vivencias, lecturas, pensamientos que se han tenido recientemente e incluso los inculcados a lo largo de los años vividos, con luz meridiana.

A la espera, como si se tratase de aguardar al alba la salida del astro Sol, se encuentran mis bártulos; mi pluma y papel. Instrumentos que tienen un poder inconmensurable y no sólo mediáticamente hablando, sino porque ejerce como depositario perenne, como fiel conductor del sentir más íntimo; nuestra imaginación.

Qué momento más delicioso. Qué sensación tan agradable la de desenroscar el capuchón, la del olor a tinta, a papel, a mi rincón, a la mañana apacible, al olor a todas las cosas ya que, aunque no estén mi alrededor, con mi imaginación, puedo sentirlo igualmente.

Todo está en orden, todo está en su sitio, todo bien procurado para que salgan los sentimientos sobre una noticia, un suceso, un recuerdo, una nostalgia, algo jocoso, un quejío, un deseo o una alabanza.

Me deleito.

Empiezo a escribir.




jueves, 22 de septiembre de 2016

SER ANÓNIMO

Estoy cada vez más convencido de que cada día soy más feliz de ser una persona anónima. Y que hago lo que me da la gana. Es horroroso que te estén cuestionando a cada minuto, la gente es tan susceptible que es una presión inaguantable.

Ya no se puede decir manicomio, ni trabajo como un negro, o como un chino, en fin que cada cual salta por algo y esto es inaguantable.

Sin embargo voy a decirles algo que he aprendido: de todos los derechos que tiene un hombre, el más importante es el derecho a equivocarse, a ser consciente de ello, a ponerlo en valor y a que eso no sea una condena de por vida.

Cuando pienso estas cosas y las plasmo en papel no sé bien si son pensamientos de un ignorante sabio o de un genio paleto.

De todas formas, me apunto a ir con aquellos que van por la vida con voz dulce y paciente repartiendo cariño y alegría sin llevar la cuenta. Porque somos lo que somos y hagamos lo que hagamos, ningún hecho se alterará. El molde que conforma nuestro carácter sigue intacto. Llamémosle herencia, llamémosle azar…

Y les puedo asegurar que, al menos yo, estoy lleno de limitaciones

viernes, 8 de julio de 2016

MI COLEGIO



Serían las siete y media de la mañana, cuando mi madre me despertaba para lavarme, vestirme con el uniforme y calzarme unas botas de goma. Desayunaba rebanadas de pan frito y leche caliente. Cogía mi cartera de doble hebilla con mi libro, un cuaderno y mi lapicero; una especie de baulito con algunos lápices de colores, lápiz negro, sacapuntas y un pedazo de goma de borrar.

Eran ya las ocho y media de cualquier día de cualquier año a finales de los cincuenta del pasado siglo, cuando me disponía a ir al colegio debiendo atravesar más de medio pueblo con calles de pavimento maltrecho que, cuando llovía –y era muy frecuente-, se formaban charcos a veces imposible de sortear y que yo disfrutaba pasando a través de ellos con mis botas de goma, o con botas de agua, como le llamábamos también.

Recuerdo el gentío que se formaba en la puerta de la cancela del cole y que se iba haciendo cada vez mayor a medida que se iban agolpando los niños procedentes de las calles adyacentes.

Cuando el bedel del colegio abría la cancela, rápidamente nos alineaba en el patio en filas iguales y por clases. Curiosamente, las clases, aunque estuviesen numeradas tanto en el primer como en el segundo piso, éstas se conocían por el nombre del maestro que las ocupaba, así era la clase de Don Fernando, la de Don Eugenio, la de Don Abelino, etc… Y todos ellos estaban ya fuera para ordenar las filas de los niños, y digo niños, porque para la niñas había otro colegio a la otra punta del pueblo.

Cuando llovía, formábamos en los pasillos de la escuela. Pero jamás dejábamos de cantar todos juntos una canción que se llamaba “Cara al Sol” que ya cantábamos de corrido y con el tono debido. Lo que no entendíamos ninguno era no ya el significado de su letra, sino también, el por qué había que tener el brazo alzado y la mano abierta hacia abajo. Tampoco nos preocupaba, qué más daba. Se hacía y nada más.

Una vez terminado el canto, sin romper la fila, nos dirigíamos a clase. Todas las clases eran iguales, con pupitres de madera para dos personas, con la tapa ligeramente inclinada hacia los asientos y con un agujero en la parte alta del centro sonde se colocaba el tintero que, para cuando pasásemos del lápiz a la pluma, utilizaríamos con un plumín simple y muy rudimentario con mango de madera.

Recuerdo con interés que cuando el pupitre se manchaba de gotas de tinta, utilizábamos un trozo de cristal roto para rascar la madera y evitar así una reprimenda. Además, este mismo cristal servía para afinar la punta de los lápices.

De espaldas a la mesa del maestro una enorme pizarra negra y varios trozos de tiza blanca en su base, y cada mañana nos encontrábamos ya escrita lo que llamaban la “consigna” del día; consistía en un par de párrafos aludiendo al honor, la autoridad del padre y del maestro, la dignidad humana, la responsabilidad del padre, las normas y el bien común. Cosas así, pero que nosotros las acatábamos como una asignatura más.

Justo por encima de la pizarra había colgado un crucifijo en el centro de la pared, escoltado a ambos lados de una foto de Franco y otra de José Antonio Primo de Rivera.

Llegada la hora del recreo, nos daban unos trozos de queso amarillo muy consistente unas veces, otras, leche en polvo, y así íbamos alimentados toda la mañana. Seguidamente jugábamos a distintos juegos; al trompo, a los cromos, canicas, intercambio de gusanos de seda… y otros que ahora no recuerdo.

Y así, día a día, fui aprendiendo multitud de cosas y guardando un montón de amigos y recuerdos, hasta que las cosas fueron mal en mi familia y hubo que emigrar.

Para la pobreza que se vivía en aquellos años, nos formaron bien, pues no sólo se trataba del aprendizaje didáctico, sino del cívico. Supimos captar el respeto, la educación, las formas y el compañerismo.

Varios años más tarde, me enteré (nos enteramos) quién era Franco, quién José Antonio y que la canción que cantábamos cada mañana, así como lo del brazo alzado, eran signo del franquismo y que era “una cosa mala”.

Me da exactamente igual. Estudié a gusto, tuve mis ilusiones cubiertas, iba con agrado al cole, me gustaba aprender a esa temprana edad. Guardo un grato recuerdo de esa parte de mi niñez y puedo asegurar ahora que tuve buenos cimientos para afrontar la vida  que vino después y comprender mejor los cambios.

Una vida en la que hay que ser tan astuto como para ser capaz de convertir las migajas en raciones.