Serían las siete y media de la mañana, cuando mi madre me
despertaba para lavarme, vestirme con el uniforme y calzarme unas botas de
goma. Desayunaba rebanadas de pan frito y leche caliente. Cogía mi cartera de
doble hebilla con mi libro, un cuaderno y mi lapicero; una especie de baulito
con algunos lápices de colores, lápiz negro, sacapuntas y un pedazo de goma de
borrar.
Eran ya las ocho y media de cualquier día de cualquier año a
finales de los cincuenta del pasado siglo, cuando me disponía a ir al colegio
debiendo atravesar más de medio pueblo con calles de pavimento maltrecho que,
cuando llovía –y era muy frecuente-, se formaban charcos a veces imposible de
sortear y que yo disfrutaba pasando a través de ellos con mis botas de goma, o con
botas de agua, como le llamábamos también.
Recuerdo el gentío que se formaba en la puerta de la cancela
del cole y que se iba haciendo cada vez mayor a medida que se iban agolpando
los niños procedentes de las calles adyacentes.
Cuando el bedel del colegio abría la cancela, rápidamente
nos alineaba en el patio en filas iguales y por clases. Curiosamente, las
clases, aunque estuviesen numeradas tanto en el primer como en el segundo piso,
éstas se conocían por el nombre del maestro que las ocupaba, así era la clase
de Don Fernando, la de Don Eugenio, la de Don Abelino, etc… Y todos ellos
estaban ya fuera para ordenar las filas de los niños, y digo niños, porque para
la niñas había otro colegio a la otra punta del pueblo.
Cuando llovía, formábamos en los pasillos de
la escuela. Pero jamás dejábamos de cantar todos juntos una canción que se
llamaba “Cara al Sol” que ya cantábamos de corrido y con el tono debido. Lo que
no entendíamos ninguno era no ya el significado de su letra, sino también, el
por qué había que tener el brazo alzado y la mano abierta hacia abajo.
Tampoco nos preocupaba, qué más daba. Se hacía y nada más.
Una vez terminado el canto, sin romper la fila, nos
dirigíamos a clase. Todas las clases eran iguales, con pupitres de madera para
dos personas, con la tapa ligeramente inclinada hacia los asientos y con un
agujero en la parte alta del centro sonde se colocaba el tintero que, para
cuando pasásemos del lápiz a la pluma, utilizaríamos con un plumín simple y muy
rudimentario con mango de madera.
Recuerdo con interés que cuando el pupitre se manchaba de gotas de tinta, utilizábamos un trozo de cristal roto para rascar la madera y
evitar así una reprimenda. Además, este mismo cristal servía para afinar la
punta de los lápices.
De espaldas a la mesa del maestro una enorme pizarra negra y
varios trozos de tiza blanca en su base, y cada mañana nos encontrábamos ya
escrita lo que llamaban la “consigna” del día; consistía en un par de párrafos
aludiendo al honor, la autoridad del padre y del maestro, la dignidad humana,
la responsabilidad del padre, las normas y el bien común. Cosas así, pero que
nosotros las acatábamos como una asignatura más.
Justo por encima de la pizarra había colgado un crucifijo en
el centro de la pared, escoltado a ambos lados de una foto de Franco y otra de
José Antonio Primo de Rivera.
Llegada la hora del recreo, nos daban unos trozos de queso
amarillo muy consistente unas veces, otras, leche en polvo, y así íbamos
alimentados toda la mañana. Seguidamente jugábamos a distintos juegos; al
trompo, a los cromos, canicas, intercambio de gusanos de seda… y otros que
ahora no recuerdo.
Y así, día a día, fui aprendiendo multitud de cosas y
guardando un montón de amigos y recuerdos, hasta que las cosas fueron mal en mi
familia y hubo que emigrar.
Para la pobreza que se vivía en aquellos años, nos formaron
bien, pues no sólo se trataba del aprendizaje didáctico, sino del cívico.
Supimos captar el respeto, la educación, las formas y el compañerismo.
Varios años más tarde, me enteré (nos enteramos) quién era
Franco, quién José Antonio y que la canción que cantábamos cada mañana, así
como lo del brazo alzado, eran signo del franquismo y que era “una cosa mala”.
Me da exactamente igual. Estudié a gusto, tuve mis ilusiones
cubiertas, iba con agrado al cole, me gustaba aprender a esa temprana edad. Guardo
un grato recuerdo de esa parte de mi niñez y puedo asegurar ahora que tuve
buenos cimientos para afrontar la vida
que vino después y comprender mejor los cambios.
Una vida en la que hay que ser tan astuto como para ser
capaz de convertir las migajas en raciones.