Aunque la inmigración que sufrí aconteció en el año 66 del
pasado siglo, no fue hasta el año siguiente cuando me reuní con mi familia y
nos instalamos en Sa Penya. Bendita llegada a ese entrañable barrio, cuyos
vecinos nos acogieron sin distinción alguna.
En él reinaba la concordia como fondo natural. Las familias,
plenas de humildad y sencillez, trabajaban y se afanaban en mantener limpio y
reluciente no sólo sus casas, sino, también, la calle. Eso sí era hacer barrio
en el día a día y a lo largo del año.
Eran frecuentes las visitas entre vecinos para cualquier
menester; no era necesario protocolo alguno para llevarlas a cabo. Se
consideraba natural el que alguien, al tener que bajar al mercado o a la
pescadería, se pasaba antes por casa de alguna persona mayor, una vecina o una
amiga, para preguntarle si le traía algo, y no tuviera que bajar a comprar y después
subir cargada.
Las familias eran de procedencia variada; en el barrio había
pescadores, pintores, albañiles, camareros, etc. Y jamás conocí alteración
alguna del orden en ningún momento en los ocho años que viví en el barrio.
Así era ese maravilloso barrio en esa época en que despuntaba una mayor afluencia de turismo e inmigrantes, y ya hasta nuestros
días.
Son múltiples y variados los recuerdos que tengo de esa
época de felicidad con mi familia. Todos ellos ribeteados o enmarcados dentro
de una orla de normalidad, es decir, que todo ocurría porque sí, porque la vida
–para nada contemplativa- era trabajar, descansar, vivir y estar con la
familia. Los sueños de todos eran del todo similares: labrarse un futuro mejor,
profesional y familiarmente, para poder disfrutar de una vivienda mejor, más
cómoda, más grande.
Pero, al llegar estas fiestas navideñas, no dejo de recordar
con nostalgia y cariño, las primeras que pasé en el barrio. Yo debía tener unos
dieciséis años. Días previos a nochebuena nos juntamos varios vecinos, casi
todos peninsulares, y decidimos hacer una pequeña agrupación espontánea de
campanilleros.
Para ello nos procuramos los instrumentos musicales al uso:
zambomba, pandereta, cántaro con suela de alpargata de goma, campanillas,
botella de anís de cristal granulado, castañuelas y hasta un triángulo.
Juntos recorríamos todas las calles y rincones de Sa Penya.
Como era la costumbre, entrábamos en las
casas, cuyas familias nos esperaban en la calle y con las puertas abiertas.
Eran alertados por el ruido de campanilleros que sonaba por el barrio.
Entrábamos en el domicilio y así, en el mejor cuerpo de la casa, por lo general
en una mesa camilla, depositaban dulces, polvorones, alfajores, anís,
hierbas… Todo lo típico de la navidad.
Allí mismo, alrededor de la mesa, les cantábamos uno y otro
villancico, para después seguir la ruta, inundando todo de música, cantos y
alegría:
“Cuando los pastores vieron
que el Niño quería fiesta,
hubo pastor que rompió
tres pares de castañuelas”
Impregnándolo todo de algo distinto a lo cotidiano.
Esa primera vez, como digo, fue genial. Y sin embargo, como
buen observador, no se me pasó por alto el hecho de que en una casa de mi misma
calle, vivían dos hermanas ibicencas vestidas de payesa, quienes también
salieron a la calle a vernos tocar pero no tenían preparado nada en su casa,
supongo que sería porque no era la costumbre, no lo puedo asegurar ahora. Nos
acompañaron con palmas y sonrisas de muy buen agrado. Eran unas hermanas
adorables con sus vecinos.
Y viene a razón hablarles de ellas por el hecho entrañable
que acaeció al año siguiente. Cuando, como el año anterior, nos dispusimos
adentrarnos y recorrer en nochebuena ese
dédalo de callejuelas tortuosas y a veces oscuras, llegamos hasta la casa de
las hermanas. Casi nos cortaron el paso y nos invitaron a pasar a su casa, cuyas
puertas estaban abiertas de par en par.
En la diminuta y sencilla salita nos tenían preparado, en
una mesa adornada con un tapete de encaje hecho a mano, toda clase de dulces y
algún que otro licor cuyas botellas estaban aún por estrenar. En medio de todo
ese manjar preparado con exquisitez, una ollita con salsa de Nadal. Nos estaban
ofreciendo lo mejor de su casa.
Todavía no se me ha borrado de la memoria la expresión de
alegría y el sentimiento de regocijo que inundaban los ojos de aquellas mujeres.
De lo bien que había tomado nota, ya hacía un año, de cómo agasajar y
corresponder a un grupo de campanilleros del barrio, vecinos suyos. Gente a la
que saludaban día a día, al paso por aquellas calles estrechas y entrañables.
¿Fue el espíritu de la navidad? No lo sé. En todo caso
hablaron sus corazones.