Al regreso de la batalla de los Treinta Años, don Iñigo López de
Mendoza, Señor de Hita y Buitrago, Marqués de Santillana, llegaba un tanto envejecido.
Hasta el punto de que su esposa y sus hijos siameses no lo reconocieron.
Entonces el Marqués se retiró a un lejano Parador de Turismo, y se dedicó a
escribir églogas, como podía haberse dedicado a cualquier otra chorrada. Una
égloga estaba escribiendo, al estilo de Garcilaso, cuando fue precisamente Garcilaso
de la Vega el que se sentó a su vera, en el soleado patio del parador, donde el
agua de la fuente murmuraba, la luz sonreía, los pájaros revoloteaban, y las
gallinas ponían un huevo detrás de otro huevo.
Garcilaso no dijo nada, pero bien que ocupóse de que la su rodilla izquierda
rozara la derecha de Iñigo. Éste sonrojóse levemente y apartóse una cuarta
sobre el banco de piedra. El de la Vega se le aproximó de inmediato y acarició
con la su mano derecha la mejilla rosicler del Marqués. El cual dijo, bastante
molesto: “Me da la impresión, Garcilaso, de que sois algo parguela. Vuestro comportamiento
se me antoja equívoco”. “De equívoco nada, monada”, replicó Garcilaso. “Yo no
equivoco a nadie”.
En esto, hizo acto de presencia el padre prior del Parador. El Parador
era un antiguo monasterio que conservaba su patio, su claustro, su capilla abovedada,
a la sazón comedor, y también conservaba a su padre prior. Y a sus gallinas. El
venerable fraile, que se había percatado del acoso del poeta, reconvino a éste
con palabras de amonestación. Pero esas palabras, que fueron fundamentales para
el devenir de la Historia, las consideraremos más adelante.
3 comentarios:
Adoro este texto ,y tú lo sabes. !Como me encantó leerlo nuevamente!
Un abrazo enormeeee!
Me ha encantado!
Un abrazo.
Pues yo no lo conocía y me ha dejado con ganas de leer más!
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