Aquella mujer me gustaba
mucho. Es más, muchísimo. Era bella, de bonita figura y probablemente honesta,
cosas éstas que siempre suelen ir aparejadas. Le dije que se casara conmigo,
pero se negó, alegando que desconocía todas las circunstancias que forman mi
personalidad.
Le hablé de mi amor por los
animales, por lo libros, por la música, por lo niños e incluso por la
arquitectura. Pero ella me rechazaba una y otra vez. Entonces le hablé del gran
amor que sentía por ella, y que me comprometía a no hacerle proposiciones
deshonestas hasta pocos días antes de nuestra boda. Tampoco aquello pudo
convencerla.
Dirigí entonces mis ataques,
haciéndole ver que yo era un gran patriota, un buen católico y un ferviente
esclavo de la amistad. Mas tampoco aquello hizo mella en su indiferencia.
Por último, ya no sabiendo a
qué recurrir para que accediera a mi deseo de matrimonio, le hablé –no se me
había ocurrido antes- de mis posesiones, de mis bienes y riquezas, de mis
fincas rústicas y urbanas, de mis cuentas corrientes en la mayoría de los
Bancos.
¡Y se produjo el milagro! Me
dijo que sí, que se casaría conmigo en cuanto yo quisiera.
¡Pensar que puede uno perder
la gran ocasión de su vida por un pequeño fallo de la memoria! ¡Por un simple
detalle!...
M.M.
M.M.
1 comentario:
Menos mal que te diste cuenta a tiempo, Manuel! hay que estar al tanto de la extraña forma en que pensamos las mujeres.
Besos.
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