miércoles, 24 de mayo de 2017

MI AMIGO TIBETANO.


Chu-lí. Sí, como suena. Y ya sé que suena a cachondeo, pero se llama así, conforme a su partida de bautismo allá en el templo de su pueblo.

Lo conocí en un corto viaje que hice al Tíbet y provincia. La verdad es que el muchacho tiene ya una edad, para qué vamos a engañarnos. Pero no fue óbice para que nos compenetráramos bien, a pesar de que, ni él hablaba español, ni yo su idioma. Pero chapurreaba bastante el español porque había conocido a un paisano mío que era vecino de Utrera. Por lo tanto se pueden imaginar lo que pudo aprender de mi paisano el Utrerano.

Al principio, y fijándome en la cara, deduje que Chu-lí era buena gente. No podía, de ninguna manera, deducir la edad que tenía porque esta gente con la leche de vivir en la montaña en paz y oración, les pasa como a los polvorones, que hasta que los abres, no sabes si son de este año.

-Hola, me llamo Dionisio, Dioni para los amigos.

-Yo llamarme Chu-lí, y no sé cómo me llaman mis amigos.

Chu-lí, se me queda mirando a la espera de alguna reacción por parte mía. Al ver que no hay ninguna, dice:

-Yo nací en el Tíbet y puedo ser tu guía tanto turístico como espiritual.

-¡Uf, vaya tela, Chu-lí! No sabes lo que acabas de decir. Porque para ver a un jerezano como yo moverse por estas montañas sin guía, es como ir a la feria vestido de penitente. Es decir, una barbaridad.

-Oye, Chu-lí, ¿aquí cómo lo tenéis para tapear?

Lógicamente mi interlocutor o guía no supo calibrar bien la palabra tapear. Por eso puso cara de no tener un duro y encima, deberlo.

Yo, a la vista del careto de Chu-lí, quise hacerle ver qué era tapear. Bien con las manos haciendo o dibujando con tres dedos lo que se supone un platito de chanquetes, o de ensaladilla y adornado con un trocito de pimiento morrón, o bien con los labios lamiéndolos con la lengua de un lado a otro intentando hacerle ver que aquello estaba de rechupete.

Justo en ese momento advertí que Chu-lí tenía más hambre que un beduino en una tienda de jamones. Su cara, sus ojos y hasta sus manos estaban expectantes. Supongo porque pensaría que yo le iba a preparar unas tapas. Les puedo asegurar que ver a un budista tibetano con hambre da mucho que contar: se le turbian los ojos, la nariz se vuelve muy roja, se le dobla la boca, las manos se le vuelven hacia atrás y hasta la túnica le cambia de color (eso sin exagerar, exagerando para qué les voy a contar)

No queriendo alargar más el tema, y tratando de apaciguarlo, me saqué del zurrón un trozo de chorizo de mi tierra, vendiéndolo como si fuese hecho de venado, y así no romperle la ilusión al muchacho, por si tenía problemas de intolerancia con las proteínas del cerdo. Nunca se sabe.

Ante mi sorpresa, ni siquiera me preguntó a qué sabía. Lo devoró empujando con las dos manos el chorizo al interior de la boca. Ahí me di cuenta de que Chu-lí era muy fácil de manejar. Sería algo similar a como cuando se doma a un delfín y el domador siempre le ofrece pescado para que le siga obedeciendo.

Ante mi sorpresa, me suelta:

-Dioni, ¿tú has llegado a pensar que soy tonto?

-Caramba, Chu-lí ¿Por qué dices eso?

A continuación, Chu-lí, me contaba que por algún motivo o motivos, la gente extranjera, al verle con esta guisa, su forma de comportarse, sus costumbres e incluso su religión, se hacen inmediatamente una idea equivocada.

-Creo que tienes razón Chu-lí, pero sigo sin entender por qué me haces esa pregunta. No lo entiendo.

-Pues mira, Dioni, yo tengo algo que tú no tienes. Yo no me he hecho ninguna idea de ti por tu vestimenta, tu forma de expresarte ni nada de eso. Es decir, que yo no hago prejuicios de la gente hasta que la conozco. Entonces y sólo entonces, sabré con quién me junto. Por eso no tomo decisiones ni pensamientos anticipados, como has hecho tú. Mira, con ese trozo de chorizo que me has ofrecido que, por cierto, es de malísima calidad, has creído que podrías manejarme, pero no es así. El hecho de comerlo de esa manera es porque es el primer alimento después de una semana de ayuno y comprenderás que, a nadie le amarga un dulce. El día que te invite a mi casa, sabrás lo que es un buen chorizo de cerdo ibérico.

-¡Coño, con el monje! Dije para mis adentros.

-A ver, Chu-lí, a ver si he entendido bien. O sea, que tú eres tibetano pero no gilipollas, ¿no es así?

-Sí, creo que por tu tierra lo definís así. Y no te sorprendas porque mi religión (y es una de las 4.200 que hay en el mundo), no le tiene ascos al cerdo. Y ahora dime, ¿necesitas mis servicios?

La verdad es que no me fue difícil decidirme porque hay que reconocer que el monje, medio monje, budista, o la madre que lo parió, tenía un poder de atracción que me permitía intuir los buenos ratos que me esperaban pasar con él.

Durante dos semanas estuvimos juntos. No nos separábamos ni cuando rezaba. Oraba sentado en el suelo con las piernas entrelazadas con los ojos cerrados, pero debía verme con ese tercer ojo que todo el mundo dice que tienen los budistas, porque en cuanto intentaba desplazarme ya me estaba preguntado adónde iba. Qué tío. No dejaba de sorprenderme en todo momento. Es más, creo que hasta era adivino.

En multitud de ocasiones se anticipaba a mis palabras, e incluso a mis deseos.

Fue interesante y hasta ameno cada vez que me contaba cosas de su amigo el de Utrera.

Por lo que pude deducir, éste le hablaba más de Andalucía que interesarse por el país de Chu-lí que, a fin de cuentas, había ido a conocerlo.

Tuve que enseñarle a pronunciar el nombre de su amigo Pedro, que así era como se llamaba el utrerano. Para Chu-lí era muy difícil vocalizar la sílaba “dro” de Pedro. Por su cuenta y riesgo eliminaba la erre de forma y manera que cada vez que hacía referencia a su amigo lo hacía como “Pedo”. No fue fácil, porque así como eliminaba la erre, le daba por sumarle dos y al final desistí; dejé que siguiera llamándole “Perro”, al menos era mejor sonante.

Perro…, bueno, Pedro, estuvo un par de meses en el Tíbet, supongo que disponía de tiempo, gracias al desempleo, porque de científico, biólogo o filántropo nada de nada; churrero en Utrera hasta que las cosas les vinieron torcidas y cerró el negocio, mandando todo a freír ídem.

Después de dos meses de convivencia con el churrero, no me extraña para nada ciertos “dejes” andaluces que espetaba Chu-lí, de cuando en cuando.

En cierta ocasión que estábamos comiendo el fruto de un árbol que yo no había visto nunca, y al morderlo y encontrarlo muy ácido, va el menda y me dice que se me había puesto cara tan arrugada como el zapato de un cojo. Sin duda eran cosas de mi paisano, aunque la gracia está en que me lo dijera el monje de las narices.

Chu-lí demostró mucho interés en mostrarme, con exquisita información, todo lo relacionado con su país. Cada ciudad, cada monumento y todo lo relacionado con sus gentes tenía una historia, que Chu-lí sabía perfectamente. Y eso me gustaba porque contaba con la seguridad de que no era engañado con información falsa o enmascarada, que es lo que suelen hacer todos los guías del mundo. Ahora recuerdo que, una vez, di un paseo en coche de caballos por Sevilla y al  pasar por delante de la Catedral me dijo el cochero que allí estaban enterrados los Reyes Católicos, pero al decirle yo que estaban enterrados en Granada, el nota me dice, sin cortarse lo más mínimo, que sí, pero que los cortaron en dos trozos y lo compartieron con Sevilla. Y como esta tomadura de pelo son millones las que se cuentan a cargo de los guías de turismo.

En cambio Chu-lí no era sí. El monje era exacto y preciso en sus informaciones. También hay que decir que metía la gamba con las fechas y nombres, pero yo se lo achaco a la traducción de su idioma al mío, si bien, otras veces notaba yo que su amigo Pedro le había tocado la “olla”, porque decirme que Marco Polo era español y de Triana, me pareció un poco fuerte. Aunque para fuerte, un día que, cuando estábamos tomando té con mantequilla (una bebida común allá y que no recomiendo a nadie) me dice que jamás había visto un camello y que tenía muchas ganas de ver sus cuatro jorobas. Ante mi extrañeza y cara de cachondeo que se me debió poner, me anticipó que el utrerano le dijo que esos animales tenían dos jorobas arriba en el lomo y otras dos abajo, que le servían de parachoques. Vaya tela.

Repito que, ver a un monje con todos sus “avíos”, serio, formal, (son dos cosas distintas) muy él, soltándome todas esas barbaridades sin percibir ni por un momento que su amigo “Perro” le había tomado el pelo, tiene su guasa.

Ni que decir tiene que intercambiábamos información de nuestros respectivos países, historias, anécdotas y hasta algún chiste que otro, aunque esto último tuve que desecharlo porque después de contarlo, lo tenía que explicar y hasta desmenuzar para que lo entendiera y al final para que me mire muy serio. A veces me daban ganas de matarlo.

Una de las cosas que más me chocaron de mi amigo tibetano fue que allá adonde fuésemos todo el mundo lo saludaba con el gesto de juntar las manos e inclinando un poco la cabeza. A mí me gustó porque es un saludo que irradia respeto y consideración. Desde luego muy diferente al que hacemos en Jerez. Allí, levantando las cejas y soltando un sílaba, la que sea, ya no sólo has saludado sino que va implícito en este gesto el haberle preguntado cómo se encuentra y qué hace allí. Es más simple, menos requisitos, y aunque seas manco el saludo sigue siendo el mismo, pero también menos respetuoso.

Llegamos hasta un pueblo llamado Chumling, era el primer pueblo de un gran valle. Un pueblo sucio, con calles estrechas y casas oscuras y eso que tenían un río a dos pasos. Nos quedamos por las afueras y entramos en casa de una familia que Chu-lí conocía de sus tantos viajes, y os puedo asegurar que a no ser porque él llevaba su túnica roja, no sabría distinguirlo de los demás. Eran todos gemelos incluso hasta en sus movimientos. Quedé impresionado por este hecho ya que por el mundo siempre se ha dicho que viendo a un mongol los has visto a todos.

Sin embargo lo que me sorprendió fue que, al contrario de Chu-lí, en aquella familia todo el mundo sonreía constantemente al mismo tiempo y no paraban de hablar, yo creo que hasta sin comas ni puntos. Al hacerlo todos enseñaban sus dentaduras y, desde luego, no se me ocurrió ofrecerles turrón del duro, y creí más conveniente y certero obsequiarles con unos chicles. Chicles, que cuando nos fuimos de aquel lugar al día siguiente aún seguían masticando. Seguramente serían los primeros en su vida, o no leyeron las instrucciones. 

El hermoso valle que se contemplaba desde ese pueblo es algo indescriptible, hace que se pierda la apreciación de la magnitud de las cosas que habitan en él. La comida que en casa de esa familia nos servían, no quiero ni detallarles para no hacerles pasar un mal rato. ¡Cuánto echaba de menos unas tortillitas de camarones de mi tierra!

Dormí en una especie de tela que daba directamente al suelo. Me levanté con dolores hasta en las orejas. Al salir de la tienda y ver el inmenso valle con una especie de monasterio en la ladera de una pequeña montaña, fue cuando pensé que realmente había viajado hasta el culo del mundo y que entre aquella gente, yo contrastaba como un payaso en un funeral vikingo.

Para desayunar nos agasajaron a Chu-lí y a mí con dos sardinas arenques y té con manteca; para qué les voy a contar. Me dieron ganas de explicarles qué son los churros y cómo se hacían. Desistí de inmediato por respeto y porque tampoco era plan de imponer mis costumbres, sino de aceptar de buen agrado las suyas aunque no me gustasen.

Cuando partimos de allí no sin antes agradecerles su hospitalidad, me dice el monje que había buscado en un diccionario la palabra churro y que las pesquisas dieron el siguiente resultado:

Churro: Masa frita, calentito, tejeringo.
Tejeringo: Churro, calentito, masa frita.
Calentito: Tejeringo, masa frita, churro.
Masa frita: Churro, calentito, tejeringo.

Aquí ya lo tuve que parar porque el cuerpo me estaba pidiendo un buen café con leche o una buena taza de chocolate.

El camino hasta atravesar el valle fue bastante agradable ya que íbamos alimentados y bien descansados. Apenas hablamos, o dicho de otra manera, llevábamos el pico candado. A punto estábamos de atravesar una especie de garganta entre dos montañas al final del valle, cuando Chu-lí divisó de lejos a un grupo de tres personas a paso calmo. No sé por qué motivo, pero me asusté, sin embargo, mi amigo tibetano ni se inmutó; es más ni siquiera se alarmó.

-  Chu-lí, ahí vienen tres tíos y no sé qu de niuevooquutendrániraña en un bide mAquñi no tenemos apenas calles y muy pocas en los pueblos, por lo que el hecho de que nosé intenciones traerán -le dije.

- Dioni, eso es normal en mi país, ¿acaso en el tuyo cuando te encuentras con gente que lleva el camino opuesto al tuyo, te preocupas de esta manera? Aquí no tenemos apenas calles y muy pocas en los pueblos, por lo que el hecho de que nos encontremos por los caminos es de lo más natural.

Así y todo yo no podía evitar pensar que no las tenía todas conmigo y que aquella situación era más peligrosa que una piraña en un bidé. Me equivoqué de nuevo. Los tres individuos, montados en Yaks (bóvidos no muy grandes y peludos que parecían hechos para transitar por la montaña) se detuvieron  y saludaron a su manera, ya saben, las manos juntas y todo eso…

Hablaron un buen rato entre ellos y yo me dediqué a hacer algunas fotos. Una vez efectuadas las despedidas, Chu-lí y yo seguimos caminando, pero él no soltaba prenda sobre su conversación con los caminantes.

- Chu-lí, ¿se puede saber de qué habéis hablado si es que no es indiscreción?

- No, no lo es, Dioni. Iban a Chumling a celebrar una boda y precisamente uno de ellos era el novio. Al ver mi atuendo de monje me ha pedido consejo.

- ¿Consejo? Pero Chu-lí, si tú no estás casado, no sé qué consejo puedes darle.

- Ay, Dioni. Debes saber que el que mejor escribe sobre el amor es el que no se ha enamorado jamás, y lo añora…, y el que mejor escribe sobre la vida, es el que no la vivió más que encerrado.

El puñetero me dejó sin palabras y la verdad es que tuve que recapacitar un rato para absorber todo lo que me había dicho. Sin duda, Chu-lí dejó de ser guía y compañero de camino para sacar su vena espiritual, su vena de monje. Algo que más tarde y en otras ocasiones puso de manifiesto.

Al reiterarle yo mi miedo al ver a los tres caminantes. Como algo natural, mi amigo el monje me dijo que los inmensos desiertos son menos peligrosos que el diminuto cerebro de un fanático, y que está ampliamente demostrado en la actualidad de este mundo que nos ha tocado vivir.

Seguimos caminando y les puedo asegurar que no hay poblado o población en esa extraordinaria tierra que no tenga su monasterio. Por lo general todo ellos son viejos y hasta mal conservados, y es que parece ser, que antes servían como fortaleza porque el pueblo tibetano siempre estuvo muy movidito en lo que a guerras y trifurcas se refiere.

- Chu-lí, ¿aquí cómo os divertís? Supongo que tendréis alguna romería o algo por el estilo. -Se me ocurrió preguntar.

- Bueno, realmente no es una romería al estilo andaluz, según me contaba Pedro. Nuestras fiestas suelen ser un poco más espirituales. Prácticamente todas ellas evocan alguna deidad o simplemente a la naturaleza en general. Sin embargo, al ser populares, se puede decir que participa todo el pueblo aportando cada uno lo que puede, muy al contrario que vosotros, que siempre contáis con alguna ayuda o subvención pública.

No le pude rebatir en absoluto porque sus palabras iban bien cargadas de razón.

Continuamos andando y nuevamente en silencio. Sólo se escuchaban nuestras pisadas sobre la tierra árida y dura. Me rondaba por la cabeza pedirle a mi amigo que me enseñara algo de su idioma, pero enseñarme a mí el tibetano es como pretender enseñar a un camello a tocar las castañuelas.

Confieso que a través de los valles y bosques por los que íbamos caminando, de no ser por Chu-lí como guía, estaría tan desorientado como un ciego al que le hubieran robado su perro lazarillo. Era incapaz de tomar cualquier decisión hasta el punto de pedir consejo a mi amigo tibetano para cualquier cosa.

Llevábamos juntos casi dos semanas y el viaje estaba llegando a su fin, pero los cambios que se han producido en mi vida durante ese tiempo, equivalen a los que pudiera haber presenciado la Esfinge durante sus primeros veinte siglos de existencia.

Empezaba a anochecer y buscamos refugio para pasar la noche y reponer fuerzas para continuar. Encendí fuego para calentarnos porque en esa tierra siempre hace frío. Chu-lí sacó un poco de carne seca y salada y unas nueces. Mientras comíamos, me dice el tibetano:

- Dioni, recuerdo que Pedro, no muy a menudo mencionaba o acudía en cualquier conversación al sexto sentido. ¿Qué es el sexto sentido?

- El sexto sentido –le dije-, del que tanto se habla y nadie ha conseguido demostrar en qué consiste exactamente, es el del humor –continué con una sonrisa-. Mi padre era un maestro del humor negro y el día que el médico le anunció que le quedaba un mes de vida, comentó: “Pues sí que es mala pata, porque estamos en febrero, que es más corto”.

Chu-lí se quedó un rato mirando el oscuro horizonte y me dijo que esperaba un significado más astral, más místico, y sin embargo estaba entre los hombres.

Por un momento pensé decirle que era mi opinión, o mejor dicho, que le había dado la explicación que se me vino a la cabeza, no siendo esa la definición exacta, pero le vi tan metido en su mundo espiritual que lo dejé dormir tranquilamente.

Empezaba a salir el sol cuando un rico olor a té me despertó y vi cómo Chu-lí preparaba dos tazas calentitas, al tiempo que decía: “no tengo churros para acompañar al té”.  Ahí me di cuenta que el tibetano aplicaba bien el buen humor y lo ponía en práctica. ¿Estaría ensayando el sexto sentido? En fin, no sé. Pero el tibetano tenía muy buenas salidas y echábamos buenos ratos. Este hombre estaba marcando huella en mí.

- No te preocupes, Chu-lí. Si no hay churros, veremos si en el próximo pueblo tienen morcillitas de Burgos y vas a ver tú lo pronto que vas a aborrecer el té con manteca.

- ¿Morcillita de dónde? –espetó.

- Ya te lo diré. Anda, sigamos caminando.

Nos dirigíamos a Damxong desde donde debía coger un tren hacia Lhasa y tomar el avión de vuelta a España. A medida que nos íbamos acercando a Damxong pesaba entre los dos el hecho de que mi partida significaría una despedida.

Chu-lí se mostraba serio y cabizbajo sin dejar de caminar ni bajar su ritmo. Ciertamente yo no sabía qué decir pues no se me ocurría nada.

El sol se encontraba en lo más alto produciendo una luz cegadora. Pero la luz, por mucho que se empeñe, es tan inútil a la hora de quebrar el silencio como lo es la razón cuando intenta transformar cariño en pasión: todos esos elementos habitan dimensiones vecinas, pero insolubles.

- Dioni, nunca me has hablado de tu vida amorosa. –Así rompió Chu-lí el silencio- ¿Tienes enamorada?

- ¿Lo dices porque te has dado cuenta que estoy más caliente que el empaste de un dragón? –Le contesté sin más. No, ahora en serio, sí, estuve enamorado de una mujer pero rompimos relaciones hace como un año; tuvimos un bache en nuestras relaciones por asunto de celos y lo dejamos aunque no descarto recuperarla.

- Si me permites un consejo como guía espiritual, te diré que la confianza en tu pareja es como un jarrón: una vez roto, no puedes repararlo y pretender que no se vean las fisuras. Si tienes mucha paciencia y tiempo -continuó-, puedes conseguir recomponerlo de tal modo que en apariencia quede perfecto de nuevo. En la lejanía nadie percibirá el estropicio. Pero si te acercas… si te acercas mucho al jarrón cuando en la pareja haya problemas y discusiones, en las distancias cortas que la convivencia y el día a día genera, las cicatrices del jarrón vuelven a aparecer… siempre…

- Muchísimas gracias, Chu-lí. Lo has explicado tan bien que tu consejo es enriquecedor y nunca antes había reparado en esa reflexión. Alguien escribió en una ocasión: “Saber por saber de nada sirve, si no sabes para qué sirve lo que sabes”. Tú eres de los que saben para qué sirve lo que sabes, y yo a veces no.

Al llegar a la ciudad y ya en la estación del tren, Chu-lí se desprendió de su yapa mala con sus 108 cuentas esféricas (una especie de rosario) y me lo entregó como señal de agradecimiento por lo compartido. Nos dimos un fuerte abrazo antes de subir al tren y le entregué un sobre con el ruego de que lo abriese cuando yo ya hubiese partido.

La despedida fue breve e intensa. Aquellas semanas de convivencia con mi amigo tibetano estarían siempre en mi corazón.

Ya de vuelta, Chu-lí abrió el sobre que contenía una postal. En el reverso: te he sido fiel en todo momento y estarás siempre entre mis pensamientos. Gracias por tu amistad y consejos.

En el anverso: la foto de un camello, con sus dos jorobas.








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