viernes, 8 de julio de 2016

MI COLEGIO



Serían las siete y media de la mañana, cuando mi madre me despertaba para lavarme, vestirme con el uniforme y calzarme unas botas de goma. Desayunaba rebanadas de pan frito y leche caliente. Cogía mi cartera de doble hebilla con mi libro, un cuaderno y mi lapicero; una especie de baulito con algunos lápices de colores, lápiz negro, sacapuntas y un pedazo de goma de borrar.

Eran ya las ocho y media de cualquier día de cualquier año a finales de los cincuenta del pasado siglo, cuando me disponía a ir al colegio debiendo atravesar más de medio pueblo con calles de pavimento maltrecho que, cuando llovía –y era muy frecuente-, se formaban charcos a veces imposible de sortear y que yo disfrutaba pasando a través de ellos con mis botas de goma, o con botas de agua, como le llamábamos también.

Recuerdo el gentío que se formaba en la puerta de la cancela del cole y que se iba haciendo cada vez mayor a medida que se iban agolpando los niños procedentes de las calles adyacentes.

Cuando el bedel del colegio abría la cancela, rápidamente nos alineaba en el patio en filas iguales y por clases. Curiosamente, las clases, aunque estuviesen numeradas tanto en el primer como en el segundo piso, éstas se conocían por el nombre del maestro que las ocupaba, así era la clase de Don Fernando, la de Don Eugenio, la de Don Abelino, etc… Y todos ellos estaban ya fuera para ordenar las filas de los niños, y digo niños, porque para la niñas había otro colegio a la otra punta del pueblo.

Cuando llovía, formábamos en los pasillos de la escuela. Pero jamás dejábamos de cantar todos juntos una canción que se llamaba “Cara al Sol” que ya cantábamos de corrido y con el tono debido. Lo que no entendíamos ninguno era no ya el significado de su letra, sino también, el por qué había que tener el brazo alzado y la mano abierta hacia abajo. Tampoco nos preocupaba, qué más daba. Se hacía y nada más.

Una vez terminado el canto, sin romper la fila, nos dirigíamos a clase. Todas las clases eran iguales, con pupitres de madera para dos personas, con la tapa ligeramente inclinada hacia los asientos y con un agujero en la parte alta del centro sonde se colocaba el tintero que, para cuando pasásemos del lápiz a la pluma, utilizaríamos con un plumín simple y muy rudimentario con mango de madera.

Recuerdo con interés que cuando el pupitre se manchaba de gotas de tinta, utilizábamos un trozo de cristal roto para rascar la madera y evitar así una reprimenda. Además, este mismo cristal servía para afinar la punta de los lápices.

De espaldas a la mesa del maestro una enorme pizarra negra y varios trozos de tiza blanca en su base, y cada mañana nos encontrábamos ya escrita lo que llamaban la “consigna” del día; consistía en un par de párrafos aludiendo al honor, la autoridad del padre y del maestro, la dignidad humana, la responsabilidad del padre, las normas y el bien común. Cosas así, pero que nosotros las acatábamos como una asignatura más.

Justo por encima de la pizarra había colgado un crucifijo en el centro de la pared, escoltado a ambos lados de una foto de Franco y otra de José Antonio Primo de Rivera.

Llegada la hora del recreo, nos daban unos trozos de queso amarillo muy consistente unas veces, otras, leche en polvo, y así íbamos alimentados toda la mañana. Seguidamente jugábamos a distintos juegos; al trompo, a los cromos, canicas, intercambio de gusanos de seda… y otros que ahora no recuerdo.

Y así, día a día, fui aprendiendo multitud de cosas y guardando un montón de amigos y recuerdos, hasta que las cosas fueron mal en mi familia y hubo que emigrar.

Para la pobreza que se vivía en aquellos años, nos formaron bien, pues no sólo se trataba del aprendizaje didáctico, sino del cívico. Supimos captar el respeto, la educación, las formas y el compañerismo.

Varios años más tarde, me enteré (nos enteramos) quién era Franco, quién José Antonio y que la canción que cantábamos cada mañana, así como lo del brazo alzado, eran signo del franquismo y que era “una cosa mala”.

Me da exactamente igual. Estudié a gusto, tuve mis ilusiones cubiertas, iba con agrado al cole, me gustaba aprender a esa temprana edad. Guardo un grato recuerdo de esa parte de mi niñez y puedo asegurar ahora que tuve buenos cimientos para afrontar la vida  que vino después y comprender mejor los cambios.

Una vida en la que hay que ser tan astuto como para ser capaz de convertir las migajas en raciones.

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