Ahora, a su jubilación, y en una mañana no
muy fría, a Marcelino le gusta tomar el sol temprano en los albores de la primavera
ibicenca, sentado en uno de los bancos del tranquilo y acogedor Parque de La
Paz que la ciudad ofrece.
Suele charlar con otros compañeros de
tertulia de todos los temas que van aflorando a medida que avanza la mañana. Pero,
sobre todo, nunca falta la mirada hacia atrás a su vida, a su juventud. Es algo
que se produce irremediablemente en todo ser humano a medida que avanzan los
años.
Marcelino recordaba cómo fue su encuentro
con Ibiza. Tan sólo contaba con catorce años cuando, forzado por las
circunstancias, vio truncada su niñez al tener que experimentar en propia carne
la vivencia del sabor amargo de la inmigración no procurada.
A la vista de la situación laboral en el pueblo, su padre optó por irse
a buscar trabajo a Benidorm –en aquellas
fechas era la ciudad turística por excelencia,
a la que acudía la gente a tratar de ganar un sustento-. No se le
olvidará el día que se marchó. Era la primera vez que sus padres se separaban.
La maleta, y dentro de ella chaqueta y
camisa blancas, pantalones y corbata negros, era la indumentaria imprescindible
para ejercer de camarero en aquellas fechas, pues él solo conocía esa profesión y la de obrero del campo, que le venía de familia.
A través de un familiar encontró trabajo en Ibiza, aunque sólo para Marcelino.
Allá, en el colegio de su humilde pueblo andaluz
estudió todas las regiones de España, y todas estaban muy lejos. Nada, absolutamente
nada, presagiaba que su vida iba a ser vivida en aquellas Islas situadas en el
Mediterráneo, que se le antojaba muy distantes hasta en el mismo mapa.
Al no poder viajar sólo debido a su corta edad, le
acompañó su padre en el viaje. Viaje que fue muy largo, y para el cual su madre
les preparó algo de comida en fiambreras y dentro de una cesta de mimbre. El
vagón del tren tenía asientos muy incómodos con listones de madera que se
clavaban en la espalda y que su padre habilitó de la mejor forma que le fue
posible para que Marcelino se encontrase a gusto. El tren, además de lento,
efectuaba muchísimas paradas en los pueblos. Quedó dormido, y en una de
aquellas paradas -recuerda que estaba amaneciendo- despertó y
fue a buscarlo. En ese momento vivió una experiencia que aún tenía grabada en
su corazón. Su padre estaba al final del corredor apoyado en la ventanilla
entreabierta. Se acercó a él y observó cómo tenía la vista perdida en el
horizonte. Sostenía un cigarrillo. Estaba solo y llorando. Nunca había visto
llorar a su padre.
Al ver el mar por primera
vez, Marcelino creía que los barcos navegaban surcando los mares al más puro
estilo de las embarcaciones que Errol Flynn capitaneaba en sus películas. Tal
era la ignorancia de un adolescente que nunca había salido del pueblo y que,
por lo tanto, tenia formado su propio mundo dentro de las fronteras del lugar
donde nació. Viajar en aquel tiempo era sinónimo de aventura.
Pronto se dio cuenta de que Ibiza, allá en
el recién estrenado verano de 1.966, era como un paraíso. Sólo con contemplar
la excelsa figura de sus
murallas y la catedral,
que se deleita desde el mar, dio a pie a pensar que le iba a gustar. Que le
estaba dando la bienvenida. Incluso llegó a tener el presentimiento que su vida
iba a cambiar radicalmente.
Marcelino no se equivocó.
Iba acompañado de su padre, pero había
dejado atrás a su familia, a sus amigos y sus clases del colegio para iniciar
una nueva vida, pero se impuso a sí mismo iniciar esta nueva singladura de su
vida con valentía y coraje. Le impulsaba el saber que estaba ayudando a la
familia.
Encontró su primer trabajo en la Playa
Portinatx. Cala, entonces, casi desierta como lo eran casi todas. Hostal Oasis
se llamaba el establecimiento, cuyo Director era Jaime Ripoll, periodista y
locutor de radio. También estaban en la misma cala el hostal La Cigüeña y Cas
Mallorquí. Todo lo demás era virgen.
Recuerda que para comprar el uniforme de
trabajo lo hizo en una tienda emblemática de aquella fecha; Casa Garrovetes,
justo al lado de la bodega Riambaus en la calle del mismo nombre, de Vila.
Desde su llegada le sorprendió sobremanera oír
que la gente hablaban entre sí en otro idioma. Algo desconocido para él. Esto
le pareció, cuando menos, curioso y hasta lo consideró como raro.
Al preguntar le dijeron que se trataba del
dialecto ibicenco. Dialecto que aprendió a hablar rápidamente y de lo que se
enorgulleció toda su vida. Eso se convirtió en el primer paso para integrarse
plenamente en la vida y costumbres del pueblo que lo había acogido a él y a lo
suyos.
Una vez acabada la
temporada, Marcelino se vino a Ibiza ciudad y encontró trabajo en el Hotel
Noray –hoy ya olvidado-, en el mismo puerto, más tarde en un restaurante de
renombre en Vara de Rey.
Por aquellas fechas, el Paseo Vara de Rey
estaba rebosante de vida. Los domingos y festivos, la gente se daba largos
paseos por él y conectaban con la calle de las farmacias, para cruzar el mercado
viejo y salir al puerto desde donde volvían de nuevo al Paseo. Sitio neurálgico
de la ciudad por excelencia.
Su puerto era un constante ir y venir de
gente; trabajadores, vehículos a motor y de tracción. El puerto era punto de
reunión y encuentro de todo el mundo; movimiento de mercancías y comercio. Pasajeros
que acababan de llegar o salían. Todo vibraba con vida y también con sosiego.
Marcelino, recuerda ahora, que había bares
que por aquellas fechas estaban en su esplendor, alguno ya desaparecidos,
quizás su mayoría; pensaba en el Bar Rubió, Can Micalitus, Bar Domingo, Bar
Metropol, Pereyra, Mixters, La Tertulia, La Solera, Casa Juanito y tantos otros
que se hallaban al paso de estos memorables paseos.
Había que unir a éstos, los que se hallaban
en Vara de Rey, como Bar Can Toni de sa Viña, Bar Ibiza, Bar Alhambra, Alfredo,
Montesol…
Todos ellos eran lugares que tenían vida
propia, y se especializaban cada uno en cierto tipo de tapas. Aquí, Marcelino
recordaba con simpatía que cuando las parejas de novios paseaban, era normal y
obligatorio que fueran acompañados de un familiar que hacía las veces de
carabina. Todo un precepto de la época.
Ibiza contaba con innumerables atractivos;
cines, teatro, discotecas, hipódromo y hasta pista de patinaje. Todo en su
conjunto invitaba a vivir la vida pero sin prisas.
Así como en la actualidad los comercios
pequeños han sido mermados en su número por la grandes superficies, en aquellas
fechas proliferaban los primeros, e incluso eran conocidos en toda la isla. Quién
no sabía del buen pan o empanadas de Can Sans, los Andenes o Can Vadell;
alimentos en Can Funoy, ferretería de Paco Lleig, de todo en Can Matá. Y tantos
otros que ahora no recordaba, pero en los que la gente se conocía y al
encontrarse en estos establecimientos, aprovechaban para saludarse y saber de
sus vidas. Y todo esto se vivía con total normalidad y naturalidad. Así era el
civismo de la gente en aquellos entonces.
¡Dios mío! –le decía a sus contertulios.
Qué buenos tiempos aquellos.
Lo que sí descubrió Marcelino al poco
tiempo de convivir con su habitantes, es que éstos eran de una pasta especial.
Gente encantadora, humilde, que ama a su pueblo, de un talante cordial y ameno.
Que Ibiza, al igual que Formentera –donde llegó a vivir un tiempo-, tendían la mano
a sus visitantes y futuros residentes para que se sintiesen a gusto y compartir
con ellos su pueblo. Pueblo tranquilo, pero vivo y armonioso. Pueblo extraordinario
y querido.
En este punto, Marcelino dejó de dar rienda
suelta a sus recuerdos por esa mañana, y emplazando de nuevo a sus amigos del
parque para verse otro día, se fue caminando hacia su casa, tranquilo y con el
corazón alegre. Acababa de vivir en su interior la Ibiza que conoció por primera
vez, en la que fundó su familia. La que le tocó vivir y posiblemente, terminar
sus días. Una vida, dice ahora Marcelino, muy consciente, entre tantas otras
que tuvieron la misma suerte.
4 comentarios:
Una historia "viva"de tu corazón. Es asi, verdad? Entrañable, querido amigo.
Muchas gracias, Estela. Efectivamente, así es. Eres muy amable.
Precioso....
Hola, CArlos! Eres el hermano de Manuel?o alguna persona de su familia? Si es así, entrañable que traigas estas cosas nuevamente para leerlas.
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